domingo, 14 de octubre de 2012

III

La confusión la aturdía. El dolor de sus nudillos intactos y el sabor ácido a frustración que se mezclaba en su boca con la menta de sus chicle le eran totalmente ajenos, pero lo que más le confundía era la seguridad en sí misma que de pronto se había apoderado de ella. Confiaba en que debía hacer algo grande y se sabía preparada para ello.
“Tranquilízate, Nela”, se susurró. Aunque no pudo evitar pensar que todas sus nuevas sensaciones guardaban relación con los extraños sueños que la agobiaban en cuanto sus párpados se rendían.
Un puño cerrado destilando rabia, Shana, el desengaño, una tal Rae, algo de impotencia, el maldito libro... Y él. Siempre él.
Levantó la vista, clavándola en el reloj incansable que presidía la clase colocado sobre la pizarra. Las 13:27. Había dormido por lo menos media hora.
Miró a su alrededor, algo perdida aún, dándose cuenta por los gestos costosos de sus compañeros de que no había sido la única en echarse una cabezadita. Al fijarse en sus rostros pálidos, algunos disimulados tras una capa de mal distribuido maquillaje, le recordó a algo que había oído por ahí y veía ahora tan cierto: parecían tan muertos...
Afortunadamente, el timbre que indicaba el fin de la jornada escolar interrumpió sus delirantes e indescifrables pensamientos.
Al menos hoy tenían una hora menos de clase. Se sintió aliviada. No quería estar allí. Aunque tampoco se le ocurría algún otro sitio en el que le apeteciese estar. Ahora sólo anhelaba soñar, aún sin entender por qué.
Intentó escabullirse del rutinario ritual que se producía a la salida del instituto, pero no fue capaz. Así que iluminó su rostro con una forzada sonrisa sostenida por hilos invisibles cada vez más débiles. Unos cuantos besos insípidos, abrazos gélidos y alguna que otra burla o insulto en tono amistoso que respondió ingeniosamente, como siempre, pero más desganada que nunca. Esquivó a sus compañeros con una mueca de aparente tranquilidad, intentando evitar preguntas sobre su estado anímico que no estaba dispuesta a responder, pero la ansiedad la ahogaba y decidió darse prisa en salir, no podría aguantar mucho más el gesto.  
Al llenar de aire sus pulmones, una vez pasado el umbral de aquel edificio, se sintió aliviada. Refugió sus manos en los bolsillos de la sudadera y su mente en los cascos. No conseguía comprender cómo unos ritmos tan fuertes como los que ahora excitaban sus tímpanos eran capaces de llegar a sosegarla.
Sintió “vida”, tal vez por primera vez en el día. Y, consciente del valor de momentos como ese, sus piernas comenzaron a caminar. Éstas sabían ya de sobra el camino de vuelta.
A pesar de la intensidad del volumen que la protegía, pudo escuchar un “Bu” tras ella. La sílaba se acompañó de unas manos que se aferraron a su espalda. Pretendían haberla alarmado, pero ella sabía perfectamente a quién pertenecían. Aún así, fingió sorpresa.
-Un día me matas del susto, eh- dijo mientras se desenchufaba del iPod, luciendo una sonrisa sincera. La primera en mucho tiempo.
-Lo sé- contestó él, igualmente sonriente.
Ambos rieron. Nela se sorprendió a sí misma con una carcajada que provocaba un brillo inusual en sus ojos.
Se sentía bien. Bien, con todo lo que ello suponía.
Era sólo un amigo, aunque últimamente le miraba distinto. Y ojalá pudiese seguir viéndole sólo como tal, pero.
¿Se estaría pillando de él? ¿El nudo que acababa de deshacerse en su estómago serían las famosas mariposas? Bah.
- ¿Quieres que te acompañe a casa?- propuso él.
-Como quieras, tío.
-Puedes sentirte una chica afortunada- zanjó, respondiendo su propia pregunta.
Y volvieron las risas.
La conversación, a veces incoherente, fue capaz de mantener el regocijo en ambos hasta que una sencilla despedida ya en el portal de la joven acabó con él, aunque el bien ya estaba hecho.
Afrontó las escaleras conductoras al primer piso con un sabor distinto en su boca; atrás quedó la frustración figurada y el chicle era ahora un insípido juguete para su lengua.
Odiaba el efecto que la sola presencia de ese chaval tenía sobre ella, pero se veía obligada a reconocerse que sus greñas descuidadas y sus rodeos con el brazo no le sentaban mal.
Abrió ágilmente la puerta con su llave, al grito de “Mamá, ya estoy en casa”. Se asomó a la cocina para dejar sus cosas y coger algo de comer. Su repentina alegría era muy palpable en su verborrea insaciable:
- Hoy he llegado antes porque la de lengua se ha puesto mala. El día pintaba mal, pero tampoco ha sido tan horrible. Estos últimos días tengo sueños muy raros, ¿sabes? Ah, y, por cierto, volviendo me he encontrado con Alberto y me ha acompañado hasta aquí. ¿Te acuerdas de cuando era peque’? Pf, pues no veas cómo ha cambiado. Si le vieses ahora, mami- sí, definitivamente su tono destilaba alegría-. ¿Qué tal tu día? ¿Alguna novedad por aquí?
Aunque la falta de respuesta la apaciguó poco.
-¿Mamá?- le preguntó al silencio. Y su implacable y única presencia la asustó. - ¡¿Mamáaaa?!- se oyó gritar, asegurándose de que su voz penetrara hasta en la esquina más recóndita de la casa.
Silencio de nuevo.
Su tranquilidad recién encontrada se esfumó del todo.
Intentó pensar racionalmente, imaginó excusas lógicas por las que la vivienda se encontraba vacía sin previo aviso, buscó desesperada motivos por los que contagiarse del sosiego de piso. Pero su nerviosismo no hacía más que aumentar y ella no encontraba a lo que aferrarse. Cuando un sollozo perturbó tímido el mutismo en el que se hallaba el ambiente. Y Nela sabía perfectamente de dónde provenía.
Corrió hasta el salón, esquivando torpemente los escasos obstáculos que encontró a su paso debido a su intranquilidad. Abrió con brusquedad la puerta de la estancia, siendo recibida por ella con una estampa de las mismas características que su intromisión.
Apenas creía lo que veía, aunque tampoco podría decirse que no se lo esperara.
-¡Joder, mamá, no!- aulló desolada- ¡Otra vez no!
Y se le quebró la voz. Temblaba, con los ojos vidriosos, al borde del llanto. El sabor a impotencia que ahora sentía en su saliva sí que lo reconoció como suyo.
-Nela, cariño, yo...-las palabras salían temerosas de su boca, pretendiendo servir como disculpa-. No te esperaba tan pronto, cielo.
Se irguió a duras penas, esforzándose sobrehumanamente para despegar el frío suelo de su piel y consolar a su hija. Intentó abrazarla, pero.
- Joder, apestas- escupió, mientras la apartaba con inconsciente violencia-. Llevabas diez meses, mamá, diez putos meses sin esa mierda en tu organismo. ¿Por qué cojones nos haces ésto, eh? Dime. Explícate- gritaba, desgarrándose por dentro, mientras las lágrimas emborronaban su mirada. Una mirada que no pudo evitar fijar en las botellas de sangría barata que se apoyaban en la mesa del centro de la estancia. Aunque rápido se arrepintió de su visión, moviendo sus ojos hacia una nueva mancha que reposaba en el sofá. Era roja. “Bien podría ser sangre”, se dijo.
- Lo siento, Vida, pero es que hoy hace dos años de lo de tu padre. ¿Te acuerdas, pequeña? Era tan...- se escuchaba de fondo, pero Nela había desconectado. Se sabía esos lamentos de memoria. Pensó en lo ingenua que había sido al confiar en que jamás tendría que volver a verse en esa situación.
“Nunca más”, le había prometido. “Nunca más”. Como si aún pudiese creer en las palabras de su madre.
Sintió náuseas.
Se disponía a salir, cabizbaja, cuando el eco de un golpe la distrajo.
Su madre se había desplomado, inerte. Pero Nela no se alarmó, conocía muy bien las fases de su embriaguez. Tras el desmayo, comenzaban los delirios. Y no pensaba quedarse a sufrirlos.  
Echó a su madre con toda la delicadeza que pudo sobre la tela raída del sofá y la arropó. También se deshizo del poco alcohol que aún contenían las botellas, mezclándose en el lavabo el rojo de la bebida con el brillo de sus lágrimas. Lágrimas que ni siquiera apartó cuando el frío de la calle acariciaba su palidez.
Nada más sentir el aire madrileño sobre su ropa, el cansancio acumulado durante sus quince años de existencia la oprimió desgarradoramente el pecho. Se sintió desfallecer. Pero no, no lo hizo, sino que echó a andar.
Sus pies se sincronizaron, guiandola hacia ninguna parte. Tal vez el sitio más suyo en la Tierra. Y éstos mismos que ahora la movían decidieron que ella sabría cuándo parar.
No lo hizo hasta que la noche estuvo a punto de penetrar en el paisaje. Nela miró a los lados, sin ser capaz de reconocer ninguna de las sombras que la rodeaban. Pero no quería volver. No, todavía no.
Entre la escasa luz que proyectaban las farolas a su alrededor, algo llamó su atención.
La fachada decrépita de la casa que se encontraba justo a su lado pareció decir su nombre. Quizá la ruina que Nela predijo que encontraría allí le recordó a la que ella misma escondía. Así que, sin dudarlo, entró.
El chirriante sonido que produjo la puerta al ser empujada la advirtió de que hacía ya mucho tiempo que nadie intentaba siquiera entrar en aquel lugar, pero ese detalle no la echó para atrás. El interior parecía enorme, aunque la penumbra casi total que la rodeaba no le permitió descifrar mucho más. A pesar de ella, siguió investigando. Palpaba las paredes, arrastraba los pies cautelosamente, analizaba las esquinas. Se topó con un par de ratas y alguna que otra telaraña, pero no paró.
No podía entender por qué, pero le gustaba aquel lugar. Se sentía indescriptiblemente segura entre sus muros y su polvo. Parecía estar soñando.
Así que siguió avanzando, sumida en la más absoluta oscuridad, a tientas entre las ruinas de ese sitio.
La misteriosa aura que la embriagaba parecía separarla de todo lo terreno. Allí, sus preocupaciones perdían sentido y.
Quizá se había topado con algo que algún día pudiese considerar hogar. Continuaba ensimismada en destapar todos los rincones de la residencia. Cada uno de los pedazos de cemento con los que chocaba parecían tener una historia para ella. Exclusivamente para ella.
Hasta que tropezó. La forma con la que habían colisionado sus zapatillas no se asemejaba en nada al resto de piedras que se mantenían en los vestigios de lo que aquel espacio fuera en algún momento, así que quiso poder reconocerla. Sus dedos pudieron descifrar un libro o algo parecido, pero la inmaculada oscuridad en la que se hallaba no le permitió aventurar nada más.
Decidió llevárselo y entender aquel tonto tropiezo como un adiós por parte del caserón, por lo que dispuso que era un buen momento para irse.
Emprendió un cauteloso camino hacia la salida, analizando de nuevo cada uno de los rincones que ya antes había recorrido, pero esta vez con el obsequio que aparentaba haberle dado el lugar abrazado a su pecho, cercano a sus latidos.
El gritito tenebroso de la puerta que la había recibido la despedía ahora, mientras Nela se prometía que volvería.
El frío que le acogió en la calle no era muy distinto al de dentro de los muros, pero se le erizó la piel, alarmada. Al menos le sirvió como pretexto para darse prisa.
Las sombras que la rodeaban no le inspiraban demasiada confianza, así que se aferró fuertemente a su nuevo libro y comenzó a correr, sabiendo por instinto hacia dónde había de dirigirse.
Cuando se quiso dar cuenta estaba ya en casa. Era sorprendente la facilidad que tenía la oscuridad de las aceras para tranquilizarla; y más teniendo en cuenta que ésta entre las cuatro paredes de su celda (eso que presentaba como su cuarto a las visitas) le resultaba a menudo angustiosa.
Al verse frente a su puerta se percató de que no llevaba llaves. La prisa con la que huyó de su “hogar” no la había dejado darse cuenta de ese ínfimo detalle. Dudó si llamar al timbre, pero encontrarse con el rostro enfermo de su madre abriéndole con pulso agitado no le pareció buena idea. Se le ocurrió probar suerte y la hubo: la entrada estaba abierta.
Recorrió a hurtadillas el estrecho pasillo que cruzaba todo el domicilio, respetando el cargante silencio en el que estaba sumida la vivienda otra vez.
Aún con el libro pegado a su tórax, se internó en el salón. Entre las tinieblas que todavía inundaban el piso distinguió la silueta de su madre. Parecía no haberse movido en todo el tiempo que Nela había estado fuera. Se acercó recatadamente a ella y comprobó sus latidos y sus respiraciones. Aún olía a alcohol, pero vivía. “Bueno, sobrevive”, pensó ella para sí. Y aproximó sus labios al calor de la frente de su madre, besándola dulcemente mientras le acariciaba la tez.
- Te quiero, mami-susurró-, a pesar de...- y rápidamente se retractó. Hay cosas que es mejor jamás pronunciar en alto.
Un breve gemido pareció responder “Y yo”. O quizá un “Lo siento”.
Pero luego más silencio.
Absorta en él se fue a su habitación. El cansancio incrementó el peso de sus párpados. Veía hasta factible dormir bien tras un día tan horrible.
Aunque el libro que todavía sostenían sus manos llamaba mucho su atención, decidió que ya había sido suficiente. Demasiada intensidad para un sólo día, tal vez. Ya habría otro momento.
Lo abandonó sobre su escritorio, cuando un ruido en el suelo la despistó. Se había caído algo de entre sus ajados folios. Lo recogió de entre la penumbra. Era un colgante. Se desnudó y se lo puso, sin apenas haberlo visto. Encendió la luz para observarlo. Era bastante discreto, pero precioso.
Se miró también a ella con él en el espejo. De repente, su reflejo la convencía algo más. Se sonrió a sí misma, aun careciendo de razones.
En seguida se puso el pijama y se metió en la cama. Volvió a apagar la bombilla del techo que aquella noche había decidido no comer, a pesar de. Ella se pagó con la luz. El cansancio la pudo, cerrando con sus ojos el telón al mundo.
Sus pensamientos cesaron y la caricia de la sábanas sobre ella decidió obviar por un día la habitual ansiedad nocturna que la acostumbraba a ahogarla.
La delicadeza de ésta trajo a su memoria la dulzura con con la que su abuela solía arroparla. Recordó su infancia y la oración sincera a la que se entregaba a la que se entregaba todas las noches, como ella le enseñó. ¿Cuándo había perdido la fe? Tal vez con sus principios. Ésos por los que combatía firme ante la mirada atenta del resto en su empeño de dar lecciones de moralidad donde no se le habían pedido y de los que a veces dudaba.
La fe sólo le exigía creer, sus principios crecer. Y no quería. O no sola.
Se odiaba en soledad. Se odiaba ahora.
E impotente ante este sentimiento hacia sí misma permitió que su mente sucumbiera ante Morfeo.

viernes, 5 de octubre de 2012

II

Un libro. ¡Un libro! El chico estaba furioso. Tras siete largos años de preparación, estudio y entrenamiento, en su primera misión oficial le enviaban a recoger un libro. ¡Un libro! Era el integrante más joven de la Bórea Mayor, superaba con creces a todos los de su edad, había completado pruebas físicas y de logística con mejores resultados que la mayoría de los Anemoi, y se atrevían a usarle como un vulgar mensajero. No, no lo iba a permitir, tendría que hablar de todo esto con Rae. ¡Le habían engañado como a un tonto! Pegó un puñetazo a la pared del motel en el que había pasado la noche, sintiendo al instante una punzada de dolor que subía por sus nudillos y rompiendo un par de ladrillos. Vaya, tendría que mover algún cuadro para ocultar aquello. Pero ese no era el problema, ¡le habían engañado! Toda esa verborrea sobre el honor, cumplir el deber para con su gente, misión de extremada importancia... ¡Bah! Meras palabras vacías utilizadas de forma excelente para convencerle a él de hacer el trabajo aburrido que nadie más quería.
Debería haber sospechado de tanto secretismo, pues apenas le habían explicado los detalles de la misión. Recordaba cómo en su periodo de prueba, antes de cada trabajo, tenía largas charlas con los Instructores, y en esta ocasión nada. Un par de recomendaciones, le habían comentado también que, al ser su primera misión, iría acompañado de un supervisor, y ya. Seguro que le habían ocultado la información para que no se negara a realizar la empresa. ¿Cómo había podido ser tan tonto? Una cosa estaba clara: Rae tenía que estar detrás de todo. En su afán protector hacia él, por mucho que destacara sobre el resto de los Anemoi, le había enviado a una segura y aburrida misión en lugar de incluirle en alguna internada a un poblado de Trolls del Norte, donde se le necesitaba más, ante la inminente guerra.
Además, estaba este lugar... No sabía por qué, pero no le gustaba. Le ponía nervioso, él, su absurdo paso del tiempo, y sus habitantes. Sobretodo sus habitantes, tan... muertos. No había brillo en sus ojos, ni magia en sus sonrisas. Era como si vivieran en un continuo otoño. En blanco y negro. Y, sin embargo, le resultaba familiar, como si ya hubiese estado antes caminando por esas calles. Y eso le ponía más nervioso aún. Miró el reloj. La manecilla grande marcaba las nueve, mientras que la pequeña se hallaba entre las siete y las ocho. Eso significaba que llegaba tarde a su desayuno con Shana, aunque no estaba muy seguro de cuánto. Se dio una ducha rápida, se puso la ropa del día anterior, pues no tenía otra, y salió de la habitación, dejando en ella lo mismo con lo que había entrado: nada.

martes, 2 de octubre de 2012

I

La luz que traspasaba sus párpados la molestaba. Abrió los ojos intentando descifrar las formas que la rodeaban. Pronto las reconoció: estaba en su habitación. Sólo había sido un sueño, pero.
Parecía tan real.
Además, hacía tiempo que éste se repetía. Siempre el mismo tono apagado, siempre las mismas voces, siempre Madrid envuelto en una aureola de misterio mágica. Siempre él.
Aunque decidió restarle importancia. “Sólo es un sueño, tía”, se dijo. Y su habitual escepticismo no opuso resistencia a su razonamiento.
Se revolvió sobre su colchón, estirándose. A pesar de su enigmática somnolencia, había descansado. O esa sensación tenía.
Se deshizo de las sábanas que la cubrían, concienciándose de que lo que ahora empezaba era rutina. Rutina de la que quema, deshaciéndote en cenizas.  
Anhelaba cada vez más su mayoría de edad. Creía que ésta suponía libertad. Necesitaba poseer su vida, ser suya. Pero todavía le quedaban tres años, y el tiempo para ella pasaba demasiado lento. Bueno, el tiempo nunca estuvo a su favor.
Se desnudó, impresionando al espejo con su figura. Le gustaba cuidarse y eso se notaba en su reflejo. Era consciente de que su cuerpo era capaz de inspirar muchos suspiros, pero jamás le dio importancia. Le costaba quererse. Y más teniendo en cuenta que las permanentes ojeras que lucía su rostro bajo el verdor de su mirada solían ahogar dichos suspiros.
Cogió lo primero que pudo del armario y se vistió ágil. Ni siquiera maquilló su palidez o cepilló su pelo. Se limitó a recogerlo en una rápida coleta y se lavó la cara. Volvía a llegar tarde. Se calzó unas deportivas cargándose su mochila a la espalda mientras buscaba algo para desayunar. Un “Mamá, me voy corriendo, luego te veo” sin respuesta sirvió como única despedida.
“Todas las mañanas lo mismo”, pensó mientras el frío del pomo penetraba en sus dedos. Pensó también en lo que le esperaba: un día colmado de sonrisas vacía, halagos hipócritas y alguna que otra carcajada sincera en aquel carnaval de máscaras sin encanto que representaba para ella el instituto.
De repente, una imagen se reveló en su mente: oscuridad, una camisa, frío, un libro.
“Ojalá”, suspiró ya cansada, “ojalá estuviera ahora soñando”.
Y cerró la puerta tras ella.

lunes, 1 de octubre de 2012

Prólogo.

- Se retrasa más de una hora. Quizá haya cambiado de opinión…
- Vendrá.
- ¿Cómo estás tan segura?
- Digamos que somos… viejos conocidos.

La noche caía a plomo sobre las calles de Madrid, con ese frío seco que cortaba labios y despejaba mentes. Sin embargo, las dos figuras, una de ellas vestida con una camisa y vaqueros y la otra con una falda y una fina camiseta de tirantes, no parecían percatarse de ello.

- Además, ten en cuenta que aquí el tiempo transcurre más rápido. – Objetó la mujer.
- Hm. ¿Te llegas a acostumbrar algún día?

El chico, joven y bien esculpido, parecía intranquilo. A su lado, la mujer, que aparentaba una edad cercana a los cincuenta, mostraba, sin embargo, una firme paciencia.

- Te adaptas, - respondió ella - pero nunca deja de resultar extraño.
- Aún no comprendo cómo pudiste aceptar este puesto. En este lugar.
- Tengo mis motivos.

Silencio.

- Oh, ¡ahí está! – Exclamó la figura de la falda, mientras sus ojos adquirían un matiz de curiosidad.
- ¿Dónde? – Preguntó el joven – Yo no veo a nadie.
- Por favor, Él no, niño estúpido. ¿De verdad creías que se iba a dejar ver? Pero observa ahí, ha cumplido su parte del trato.

Y, en efecto, sobre un banco situado unos metros a la derecha de ambos, había un único libro. De aspecto tan antiguo, como valioso, cuyo título rezaba…