viernes, 5 de octubre de 2012

II

Un libro. ¡Un libro! El chico estaba furioso. Tras siete largos años de preparación, estudio y entrenamiento, en su primera misión oficial le enviaban a recoger un libro. ¡Un libro! Era el integrante más joven de la Bórea Mayor, superaba con creces a todos los de su edad, había completado pruebas físicas y de logística con mejores resultados que la mayoría de los Anemoi, y se atrevían a usarle como un vulgar mensajero. No, no lo iba a permitir, tendría que hablar de todo esto con Rae. ¡Le habían engañado como a un tonto! Pegó un puñetazo a la pared del motel en el que había pasado la noche, sintiendo al instante una punzada de dolor que subía por sus nudillos y rompiendo un par de ladrillos. Vaya, tendría que mover algún cuadro para ocultar aquello. Pero ese no era el problema, ¡le habían engañado! Toda esa verborrea sobre el honor, cumplir el deber para con su gente, misión de extremada importancia... ¡Bah! Meras palabras vacías utilizadas de forma excelente para convencerle a él de hacer el trabajo aburrido que nadie más quería.
Debería haber sospechado de tanto secretismo, pues apenas le habían explicado los detalles de la misión. Recordaba cómo en su periodo de prueba, antes de cada trabajo, tenía largas charlas con los Instructores, y en esta ocasión nada. Un par de recomendaciones, le habían comentado también que, al ser su primera misión, iría acompañado de un supervisor, y ya. Seguro que le habían ocultado la información para que no se negara a realizar la empresa. ¿Cómo había podido ser tan tonto? Una cosa estaba clara: Rae tenía que estar detrás de todo. En su afán protector hacia él, por mucho que destacara sobre el resto de los Anemoi, le había enviado a una segura y aburrida misión en lugar de incluirle en alguna internada a un poblado de Trolls del Norte, donde se le necesitaba más, ante la inminente guerra.
Además, estaba este lugar... No sabía por qué, pero no le gustaba. Le ponía nervioso, él, su absurdo paso del tiempo, y sus habitantes. Sobretodo sus habitantes, tan... muertos. No había brillo en sus ojos, ni magia en sus sonrisas. Era como si vivieran en un continuo otoño. En blanco y negro. Y, sin embargo, le resultaba familiar, como si ya hubiese estado antes caminando por esas calles. Y eso le ponía más nervioso aún. Miró el reloj. La manecilla grande marcaba las nueve, mientras que la pequeña se hallaba entre las siete y las ocho. Eso significaba que llegaba tarde a su desayuno con Shana, aunque no estaba muy seguro de cuánto. Se dio una ducha rápida, se puso la ropa del día anterior, pues no tenía otra, y salió de la habitación, dejando en ella lo mismo con lo que había entrado: nada.

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